Editorial  | 

Descarbonizar sí, pero con cabeza

La solución para avanzar hacia las cero emisiones no pasa por cargar de obligaciones a los operadores.

La transición hacia una movilidad libre de emisiones es tan urgente como incuestionable. Pero lo que también debería estar fuera de toda duda es que ese proceso debe estar anclado en la realidad y no en la imposición de normas de imposible cumplimiento. Este es el mensaje que la organización internacional IRU ha llevado a Bruselas, en el marco del diálogo de alto nivel sobre la descarbonización de las flotas corporativas. Y no puede ser más oportuno.

Desde la CE se empieza a plantear la posibilidad de imponer objetivos obligatorios de compra de vehículos de cero emisiones a las empresas que gestionan flotas. Pero en el sector, por definición, todas son flotistas. Y muchas de ellas -la mayoría- son pymes, con escaso margen financiero y con pocas alternativas tecnológicas viables para renovar la flota.

El mensaje de la IRU es rotundo, sin medias tintas: “Se necesitan herramientas, no reglas. Incentivos, no obligaciones”. Se puede decir más alto, pero no más claro. Porque hoy por hoy, ni existen suficientes puntos de recarga fuera de las grandes redes transeuropeas, ni la red eléctrica está preparada para absorber la electrificación masiva del transporte pesado. Porque los camiones eléctricos siguen costando hasta tres veces más que los diésel. Y porque hay segmentos -como es el caso de la larga distancia- para los que simplemente no existen alternativas cero emisiones.

La solución no pasa por cargar de obligaciones a los operadores. Pasa por generar condiciones de competencia real, donde las nuevas tecnologías puedan medirse en igualdad de condiciones con las actuales: precios asumibles, infraestructuras suficientes, apoyo financiero y normativa que permita adaptarse sin asfixiar. Y, sobre todo, pasa por dejar de tener una única fijación, la electromovilidad, y apostar, de verdad, por una neutralidad tecnológica que permita avanzar también con el hidrógeno o los combustibles renovables.

Europa se juega mucho. El transporte es el sistema circulatorio de su economía. Presionar sin dar soluciones no solo frena la transición energética, sino que amenaza la supervivencia de miles de empresas. Apostar por medidas sensatas no es frenar la descarbonización: es hacerla posible, y, sobre todo, justa.

El SAF no puede volar solo

Un mensaje que también sirve para el sector aéreo, que, al igual que el resto de modos de transporte, tiene el rumbo fijado: descarbonizar su actividad para cumplir los ambiciosos objetivos climáticos de Bruselas. Lo que no tiene claro, ni de lejos, es cómo hacerlo viable. El SAF (Sustainable Aviation Fuel) se presenta como la gran solución, pero su implantación tropieza con una doble barrera: el precio y la escasa disponibilidad.

El SAF es clave en el largo vuelo hacia el ‘verde’: podría contribuir entre un 60 y un 70 por ciento a la reducción de emisiones del sector en 2050. Pero esa meta está lejos, si no se abordan de inmediato los desafíos que impiden despegar su uso a gran escala. El primero, la denominada “prima verde”. El SAF cuesta entre tres y cinco veces más que el queroseno tradicional. El segundo, su residual producción. En 2024, apenas alcanzó el 0,3 por ciento del total del combustible de aviación consumido en el mundo.

Europa, consciente del papel estratégico del SAF, ha empezado a mover ficha con el reglamento ReFuelEU Aviation. Sin embargo, los objetivos marcados están lejos del ritmo real de producción. A escala global, incluso las estimaciones más optimistas se han quedado cortas. En 2024, la producción prevista era de 1.900 millones de litros, pero solo se alcanzaron 1.300. Estados Unidos, que alberga las plantas más importantes, ha retrasado su aumento de capacidad hasta 2025. Mientras tanto, el reloj climático sigue corriendo.

Si se quiere una transición energética real en el cielo, no basta con regulaciones ambiciosas. Es imprescindible una hoja de ruta clara, dotada de apoyo económico y coordinación público-privada. No se trata de subvencionar indefinidamente el SAF, pero sí de crear un marco de estabilidad y confianza que permita a las aerolíneas planificar inversiones, y a los productores de biocombustibles acelerar su capacidad. El mensaje es claro: el SAF no puede volar solo. Necesita políticas activas, incentivos fiscales, inversiones industriales y una voluntad firme de todos los actores para que este combustible deje de ser una promesa verde y se convierta en una solución real. El sector de la aviación no puede esperar a 2030 para empezar a actuar; tiene que despegar ya. Porque sin SAF suficiente y asequible, el ‘cielo verde’ seguirá siendo una quimera.