Alberto Camarero y Nicoletta González. Profesores. Universidad Politécnica de Madrid
El gran error sería pensar que basta con aplicar recetas del pasado a los desafíos del presente.
En el dinámico y cada vez más exigente entorno portuario, el liderazgo se ha convertido en un factor determinante para la competitividad, la sostenibilidad y la resiliencia de los puertos. No hablamos del liderazgo entendido como simple posición jerárquica, sino como una combinación de autoridad moral, visión estratégica, capacidad de gestión y sensibilidad humana. Paradójicamente, una de las mejores lecciones contemporáneas sobre liderazgo la encontramos en un ámbito tan aparentemente ajeno como el Vaticano: el cónclave papal.
El reciente cónclave, más allá de su trascendencia religiosa, nos recuerda un principio esencial: entre iguales, se elige al mejor entre los mejores. No al más mediático, ni al más ambicioso, ni al más acomodado al statu quo. Se escoge a quien demuestra serenidad, inteligencia, criterio, sentido del deber, empatía y firmeza en la toma de decisiones. Un liderazgo auténtico que nace de la confianza y se orienta al servicio.
En el ecosistema portuario, dominado por la transición energética, la transformación digital, las demandas sociales de sostenibilidad, las relaciones puerto-ciudad, la rentabilidad de las inversiones y la complejidad logística global, necesitamos precisamente ese tipo de liderazgo. No es suficiente con gestionar expedientes, redactar memorias, asistir a actos o participar en foros. Los líderes portuarios deben ser capaces de marcar rumbo, movilizar equipos, construir alianzas y generar valor más allá del perímetro de la dársena.
Se trata de comprender que un puerto es un nodo estratégico en un sistema global, un generador de riqueza territorial y un actor clave en la política industrial, comercial y climática del país. El liderazgo técnico debe ir de la mano del liderazgo humano. Debemos ser capaces de atraer talento, inspirar vocaciones, formar cantera y fomentar el orgullo de pertenencia a una comunidad portuaria diversa y comprometida. El gran error sería pensar que basta con aplicar recetas del pasado a los desafíos del presente.
Hoy, el liderazgo portuario debe ser resiliente y adaptativo. Ha de entender las nuevas dinámicas del transporte marítimo, la presión regulatoria de la Unión Europea, las tensiones geopolíticas que reconfiguran las rutas y las demandas de eficiencia energética y digitalización. Pero también debe tener capacidad para escuchar, dialogar, asumir errores y corregir el rumbo cuando sea necesario.
En el cónclave papal, los cardenales se aíslan del mundo para deliberar con libertad y conciencia. En nuestro sector, deberíamos encontrar espacios similares de reflexión estratégica, alejados del cortoplacismo político o de la presión de intereses sectoriales. La gobernanza portuaria necesita más pensamiento de largo plazo, más cultura institucional y más liderazgo colaborativo. Y tal vez deberíamos plantearnos, con valentía, si los actuales mecanismos de designación y evaluación de los responsables portuarios garantizan realmente la elección de los mejores.
Liderar un puerto no es un privilegio: es una carga, un honor, una responsabilidad y una misión. Significa tomar decisiones que afectan a miles de trabajadores, a la economía de un territorio, al medio ambiente y al posicionamiento logístico de un país.
El verdadero líder no busca el aplauso fácil ni el titular efímero, sino la transformación duradera. Como en la Capilla Sixtina, el buen liderazgo portuario se ejerce en silencio, con coherencia, con sentido institucional y con mirada amplia.
En última instancia, debemos aspirar a una generación de líderes portuarios que, cuando termine su mandato, pueda decir con orgullo: “Entregamos un puerto mejor, más eficiente, más sostenible, más justo y más integrado con su entorno”.
Y eso no se logra solo con proyectos o presupuestos, sino con liderazgo de verdad.